Por Rafa Rodríguez
Se titula Lagarteranas en misa, está fechada en 1925 y es, seguramente, una de las imágenes que mejor haya ilustrado nunca lo que significa la fotografía al servicio de la etnografía. Ahí están, de la mano, historia y tradición, las invariables que apuntalan el concepto de nación. La cámara de José Ortiz Echagüe fue uno de los instrumentos que, desde una perspectiva tan política como filosófica, ayudó a principios del siglo XX en la reconstrucción del mito nacional español –entonces tan necesitado tras la crisis de 1898–, documentando el legado de usos, costumbres, ritos e indumentarias de un país que, en realidad, ya no tenía interés alguno en perpetuarlo. Lo contó el propio fotógrafo: los lugareños que retrataba protestaban por tener que posar con las viejas vestimentas que identificaban sus orígenes. En todas partes, menos en Lagartera, un pequeño pueblo al oeste de la provincia de Toledo, donde las mujeres siempre se han sabido fabulosas en sus trajes tradicionales.
Hoy, la localidad es uno de esos devastadores ejemplos de la España vaciada (apenas 1.400 habitantes en 2018, según el INE, en un descenso en picado desde hace 50 años). Pero cuentan las crónicas que, en 1996, todavía vivían 15 paisanas que usaban las galas locales a diario. «Los trajes de Lagartera pasan por ser los más extravagantes del estado, fama que atesoran desde hace más de tres centurias», cuenta el historiador textil Juan de la Cruz, asesor del Museo de Historia y Antropología de Tenerife. «Su juego cromático es grandioso, con singulares combinaciones y efectos poco vistos en otros atuendos nacionales». Noticias de ellos había ya en el siglo XV, comentados por Fray Hernando de Talavera, catedrático de Salamanca y confesor de los Reyes Católicos: «Vengo a las alcadoras labradas y cintas de muchas maneras plegadas. Ya las usaban cortas, ya muy largas, ya randadas, ya plegadas, ya con los ‘cabezones’ como camisas de mujer costosamente labradas». La camisa de La Virgen niña de Zurbarán (1658-60) está adornada con una cenefa igual. Incluso Sorolla paró allí, en 1912, para plasmarlos en dos cuadros: Boda lagarterana y Tipos de Lagartera (a contemplar en su casa museo de Madrid). Hasta los años sesenta, aún era fácil toparse con lagarteranas ataviadas orgullosas como tales vendiendo sus vistosos bordados por casi toda la península.
«Desconozco el porqué de la legendaria tradición de las labores de aguja de Lagartera y comarca, pero su celebridad es innegable y viene de lejos, apoyada en una importante industria textil local sobre todo entre los siglos XVIII y XIX», continúa el experto que guía este folk pride y que identifica a los lagarteranos como ejemplo e inspiración para los atavíos propios de la zona de Puente del Arzobispo. Reducto judío de los últimos pobladores mozárabes de la península, «allí, a pequeña escala, se desarrolló un entorno distinto, una forma de vivir que no era la habitual, con más riqueza ornamental y una obsesión por enriquecer las salas con detalles textiles, comparable a lo que pasa en los palacios», explica el arquitecto de interiores Tomás Alía, lagarterano de pro que descubrió la belleza del diseño local en su propia casa: su madre era una de esas bordadoras, dedicada además a promocionarlos a nivel internacional. Para el caso, De la Cruz añade algo más fascinante: la importancia de un glosario-legado lingüístico, «a primera vista vulgar y arcaico, bárbaro o incorrecto, pero que refleja una riqueza sin parangón en toda España». Faisa, guardapieses, capotillo, espumilla, mantellina, sayuela, gorguera, cuenda, candiles, cruceta, fraile, remilgo, los Londres, no da el diccionario para enumerar los infinitos componentes de tales atuendos, con sus variantes de diario, trapillo, boda, luto, camisa de ras, pañuelo de oro y guardapiés azul. «Todas estas prolijas combinaciones de prendas, con sus colores y guarniciones, determinan una serie de códigos, en su mayoría hoy perdidos, que transmitían informaciones para la sociedad lagarterana», concluye.
La conjugación de lo útil con lo bello, el acierto en el juego y la distribución cromática y la perfección y luminosidad de los bordados también aparecen en la indumentaria de pueblos del occidente toledano como Torrico, Valdeverdeja y, en especial, Navalcán, cuyo traje de vistas (o de novia) es otro tesoro de nuestra particular ‘alta costura folclórica’, tanto como para seducir a la célebre fotoperiodista Inge Morath, que le dedicó toda una serie para la agencia Magnum en los años cincuenta. Desde 2017, el ayuntamiento de la localidad se afana en organizar las Jornadas del Traje y el Bordado con el objetivo de promover las señas de identidad locales, con las no menos antiguas labores de aguja e hilo navalqueñas por bandera, de complejísima ejecución que da lugar a delicados tejidos de doble cara con motivos geométricos que algunos historiadores conectan con la tradición mozárabe de la zona. Una herencia morisca que, por cierto, también tiene que ver con la proliferación del mantón de Manila en la provincia de Toledo. Aunque esa es otra historia, que tendrá que ser contada en otro momento.